OVEJA ROJA II




REVELADORAS  VACACIONES

Hace años, por ahí tipo 1950 mi abuelo junto con su compadre decidió, a espaldas de sus esposas, comprar dos pequeños terrenos en la localidad de La Boca, comuna de Navidad en la Provincia del Cardenal Caro. Obviamente debía ser en secreto pues el lugar quedaba tan alejado y era tan difícil de llegar que mi abuela bajo ningún punto de vista lo aceptaría. Más aún cuando en esos años la micro llegaba sólo hasta Navidad y había que caminar hasta La Boca cuál explorador. No había agua potable, luz eléctrica ni caminos. No, nica mi abuela lo apañaría, por eso el viejo hizo el negocio a escondido. Pillo.
Sin embargo Joaquín era porfiado y con su compadre Ernesto se las echaron no más en su periplo. Es que mi abuelo que había tenido una infancia muy dura no quería que sus tres hijos pasaran por las mismas pellejerías, por lo que decidió construir con sus manos y su sudor, una pequeña casita para que su familia y futuros nietos tuvieran un lugar para ir de vacaciones con seguridad.
La casa constaba de dos habitaciones y un baño. En una de ellas estaba el comedor y una cocinilla y en la otra una cama y dos camarotes. Eso era suficiente. Más adelante cuando llegaron los nietos, entre ellos yo,  se amplió la casa, pero no ahondaremos en detalles arquitectónicos, sino que nos concentraremos en el camino que había que seguir para llegar allá.
Pues bien, como les conté en un principio, la casa queda en La Boca. El camino más simple es llegar a Santo Domingo y luego tomar el camino a Rapel en el desvío a San Pedro. Suena fácil, sobre todo considerando que hoy existe la Autopista del Sol y la ruta completa está pavimentada, pero eso no ocurría veinticinco años atrás.
Recuerdo que viajar en los ´80 a La Boca era un suplicio. Yo amo profundamente ese lugar y siento que parte de mis raíces están ancladas en la desembocadura del Rapel, pero pucha que me daba susto viajar para allá.
De partida, los buses eran del terror. Viejos, destartalados, con canastos, gallinas cacareando, atados de cochayuyo y huiros  y las maletas amarradas en el techo viajaban a gran velocidad por camino sin pavimentar, con curvas bastantes terroríficas y bordeando unos precipicios de padre y señor mío, sin embargo, esas cosas no eran las que más me asustaban.
Hay un tramo en el camino a Rapel donde las curvas se acentúan y que coincide con un tupido bosque de eucaliptos y pinos. Se deja atrás los acantilados y se pasa a un camino plano. Era en parte la señal que estábamos cerca de nuestro destino.
Recuerdo que al comienzo de esta suerte de túnel de árboles se asomaba en una curva un portón de fierro y unos muros de adobe pintados de rojo. “Fundo San Enrique”  decía un cartel pintado a mano. Ahí mero yo, de unos 8 años tenía doble sensación. Por un lado alegría porque estábamos cerca de la playa y angustia y dolor de guata por lo que seguía más allá de la curva mencionada.
Resulta que en ese tramo y entre los árboles había a diestra y siniestra unas torres de vigilancia y entre las ranuras se asomaban fusiles. El bus bajaba su velocidad y podía mirar a través de la ventana cómo esos fusiles nos apuntaban. Alcanzaba a ver también la cara de los soldados que no dudarían en disparar si fuese necesario. El estómago se me apretaba y dolía de tal manera que solía terminar llorando de angustia pues no sabía por qué nos apuntaban, porqué tenían esa cara de furia y qué podía hacer estallar su ira, De hecho, en más de una oportunidad detenían los vehículos y helicópteros sobrevolaban el área.
Pasando el túnel de árboles la micro retomaba su velocidad de Fórmula 1, mi dolor de estómago se esfumaba y volvía mi alegría de llegar pronto a recoger conchitas  en la orilla del mar.
Tiempo después supe por qué tanta parafernalia belicosa. El lugar por donde pasábamos era, ni más ni menos, el Fundo Los Boldos en Bucalemu. Sí, el mismo que era propiedad de Augusto José Ramón Pinochet Ugarte.
Tal cual.

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