Una herencia dolorosa





En un día como hoy hace 68 años se proclamó la “Declaración Universal de los Derechos Humanos”. Tras los horrores de la segunda guerra mundial parecía justo y necesario poner por escrito aquello que debería ser una ley grabada en el ADN de cada persona: El respeto por el otro. No importa lo que piense, diga o cómo actúe, es otro idéntico a mi. Pero como somos especie porfiada, egoísta y ambiciosa, vamos por la vida pasándole por encima a lo diferente.
En un día como hoy pero hace sólo 5 años murió quien fuera el mayor transgresor de los derechos humanos en nuestro país.
Hace justo 5 años Augusto José Ramón Pinochet Ugarte murió a los 91 años. Nacido en Valparaíso el 25 de noviembre de 1915 tuvo una vida dedicada al ejército y, por cierto, al poder. No, no haré ni una semblanza ni una alegoría a su persona, pero siempre me pregunté cómo es posible que una persona en 91 años de existencia biológica y unos 50 de vida pública haya hecho tanto daño a tantas personas y de modo tan profundo.

¿Cómo es posible que una sola persona haya marcado a fuego a generaciones de chilenos y nos haya dividido hasta el día de hoy?
Si bien el clima social y político durante el gobierno de la UP estaba polarizado no fue sino hasta el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 donde todo se quebró. Tal como dice Brian Loverman y Elizabeth Lira, se empezaron a fraguar las ardientes cenizas del olvido, pues a 5 años de su muerte y a 21 del regreso a la democracia, Pinochet sigue generando anticuerpos y adhesiones, porque el caballero indiferente supongo no le es a nadie, o al menos a muy pocas personas.
En sus memorias Pinochet indicó que aprendió los males del comunismo y a odiar el marxismo mientras estuvo como Capitán en la cárcel en Pisagua durante la vigencia de la Ley Maldita, esa de defensa de la democracia promulgada por Gabriel González Videla.
Soldado ante todo, como él mismo se definía, llegó a ser el segundo al mando en ejército y el hombre de confianza de Carlos Prats, el mismo quien lo recomendó a Salvador Allende para el cargo de Comandante en Jefe del Ejército por su profesionalismo y por ser sumamente apolítico. Es más, Pinochet apoyó al gobierno de Allende en el Tanquetazo del 29 de junio de 1973 dirigido por el Coronel Roberto Souper. Era a todas luces un soldado leal.
Pero como sabemos que no todo lo que brilla es oro, Pinochet se plegó a última hora al golpe que rondaba en las cabezas de José Toribio Merino y Gustavo Leigh y ese martes 11 de septiembre, día soleado y cálido en el valle central su rol político y su sitio en la historia de Chile cambió definitivamente.
Ese día escuchamos su voz, esa voz inconfundible que resuena fuerte hasta hoy. Escuchamos sus palabras y aprendimos a temerle. Porque salvo un grupo minoritario de chilenos todos los demás aprendimos a temer, a callar, a llorar. Salvo ese pequeño grupo compuesto por políticos de derecha, militares, tecnócratas y empresarios, el resto tuvimos miedo. Aunque no fuéramos militantes de nada, aunque fuéramos sólo niños aprendimos a tener miedo. Miedo de las balaceras, de los cadenazos que nos dejaban sin luz, de los autos sin patente.
Familias divididas por la muerte, la cárcel el exilio y la tortura. Recuerdos borrados, proyectos truncados.
La bonanza económica que nos prometió Pinochet y los Chicago boys duró hasta 1982 cuando de golpe y porrazo nos caímos y por supuesto que a no todos les dolió por igual.
Pinochet nos heredó el miedo, el hablar bajito para que no nos escuche un sapo. A decir que “en esta mesa no se habla de política”. Nos dejó como legado una sociedad consumista donde el tener es más importante que el ser, donde la cooperación y solidaridad son sólo sueños porque el individualismo neoliberal es la respuesta: Cada uno se salva solo o se rasca con sus propias uñas.
Nos legó que lo privado es mejor que lo público, así es que vamos privatizando salud, previsión y educación.
Nos dejó una Constitución aprobada a punta de fraudes, sin padrón electoral y sin transparencia en los votos que nos rige, muy maquillada, hasta hoy.
Nos heredó también la estupidez de tildar de comunista a todo quien ose cuestionar el sistema económico en el que estamos sumergidos.
Nos entregó también el espectáculo de rehabilitación más espectacular desde la resurrección de Lázaro y una eficiencia que ya se la querría la Teletón. Llegar a Chile en silla de ruedas y levantarse en el aeropuerto ante la mirada impávida de millones de personas no la hace ni Kenita Larraín. Nos vio la cara de estúpidos, burló la justicia chilena, española e inglesa. Se puso en rol de víctima cuando todos sabemos que sobre él pesa la responsabilidad de la dictadura y de sus fraudes monetarios.

Porque no me van a decir que la casita en Lo Curro fue adquirida con subsidio DFL 2.
A cinco años de la muerte de Pinochet no me alegra que esté muerto. Me duele que se haya ido sin un juicio justo por toda, toda la dolorosa herencia que nos legó.

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